Tener hijos no es sólo eso, “tenerlos”. También es criarlos y educarlos. La educación ha de estar articulada en unos valores. Los valores son los principios, cualidades o virtudes que más caracterizan a una persona o a una acción.
Una educación sin valores, será un desastre y construirá personas perdidas, vacías, incapaces de orientarse hacia algo que les de motivación en sus vidas. Cuando educamos, hemos de tener claros los valores que queremos transmitirles a nuestros hijos. Altruismo, generosidad, bondad, amabilidad, esperanza, fe, fortaleza, amor,… dominancia, competitividad… Estos valores deben ir insertos en las acciones que hagamos con nuestros hijos, con los demás, y con la propia vida, ya que los niños aprenden también observando e imitando. No se trata tanto de decirles “tienes que ser amable”, sino de que te vean a ti serlo. Si tu hijo te observa ayudando o cuidando, de forma reiterada, es probable que le transmitas el valor de la ayuda y el cuidado. Si te observa compitiendo, es más probable que le transmitas que el competir es necesario para lograr las cosas. Si te observa compartiendo… le estarás enseñando el valor del compartir. Algunos padres dicen “no quiero que hable mal de los demás” y no se dan cuenta de que ellos mismos pueden estar tratando mal a los demás con sus palabras (emitiendo juicios negativos sobre la apariencia de una persona un una simple conversación banal).
No todos los educadores tienen presentes ni identificados los valores que quieren transmitir a sus hijos y/o alumnos. Muchas veces nos encontramos que se van manejando las situaciones como surgen, o según cómo me sienta en ese momento, la energía o las ganas que tenga.
Tener claros los valores sobre los que educar nos ayudará a mantenernos firmes y no perder el rumbo, porque independientemente de lo que esté sucediendo, sabré siempre hacia donde quiero ir. Es decir, si tengo identificados y presentes los valores, sabré sostenerme en la firmeza cuando la situación se pone difícil, porque pongo el malestar o las incomodidades del momento al servicio del valor, y podré elegir mejor aquellas acciones que serán más adecuadas para llegar a él. Por ejemplo, si quiero que mi hijo adquiera el valor de “cuidar las cosas que tiene”, primero le diré que es importante que cuide su nuevo juego, o su nuevo pantalón… porque tiene un valor (ha costado dinero, ha llevado tiempo fabricarlo…) y porque le tiene que durar. Si se le rompe por falta de cuidado, o por hacer un mal uso de ello (obviamos aquí, las roturas por accidentes involuntarios), si tengo claro que quiero educarle en el valor de “cuidar las cosas” podré elegir que repare de algún modo su acción, arreglándolo y usándolo así, como quede (posiblemente proteste, pero es lo que queda tras haberse roto) o que lo deseche si ya no tiene arreglo (posiblemente pedirá otro nuevo, pero no lo tendrá ya que tendría que haberlo cuidado mejor). Es posible que me vea tentado a ceder (ante la rabieta, ante la pena…) pero no lo haré, porque sé que si experimenta esto de forma consistente, es más fácil que a la larga aprenda a cuidar más de sus cosas. Eso sí, hay que cuidar las formas y el lenguaje verbal y no verbal que va a usarse al manejar toda esta situación. De ello hablaremos en otra entrada.
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